EDUARDO BAYONA ESTRADERA

En portada, algunas de las cámaras y objetivos que empleo. Todas las fotografías, imágenes y textos publicados en este blog han sido disparadas, diseñadas y escritos por Eduardo Bayona Estradera.






viernes, 28 de febrero de 2020

TRES SUEÑOS


EL SUEÑO DE MI MUERTE

Voy por la calle, es de noche y todo parece en blanco y negro, debe ser por la niebla, que a lo lejos, desdibuja todos los contrastes. Entro por un callejón que va a dar a una especie de tienda vieja, con una de esas puertas de cristal esmerilado protegidas por una malla de hierro. La puerta de doble hoja está abierta y hay gente esperando pero enseguida entran. Cuando llego yo no hay nadie, sin embargo en cuestión de segundos miro hacia atrás y veo una fila de gente. Es curioso, casi todos son hombres, pero o son muy jóvenes o muy mayores, me miran. Los jóvenes están asustados, como diciendo ¿qué hago yo aquí? Los viejos parecen resignados con cara de decir: ya está, el momento ha llegado, ya no hay camino de vuelta.
Mi mente reflexiona a la velocidad de la luz, sé por qué estoy aquí, quiero decir, soy consciente de ello, pero, a la vez me niego a entrar por esa puerta. Pero es inevitable, una fuerza invisible e inexorable me empuja dentro.
Está todo casi en penumbra, hay un par de mesas con dos mujeres, como con uniformes, que de una forma monótona preguntan a los que están delante de mí.
Ya está, ahora lo entiendo, acabo de morir, en este momento me doy cuenta de que aunque todavía permanezca físicamente, o a mí me lo parece, he dejado el mundo de los vivos. Ahora entiendo, los chicos jóvenes han muerto en accidentes de tráfico o drogas, los mayores de enfermedades o de viejos. Todo está turbio y yo estoy entre la vigilia y el sueño, como cuando llevas toda la noche sin dormir y te caes de cansancio.
-Siéntese, -me dice la primera de las mujeres, mientras maneja unos papeles. -Sí, acabas de fallecer. La buena noticia es que vas a volver a nacer en cuanto quieras, eso sí, debes decirme dónde, te quedas en este ambiente, o prefieres otro país, otro continente…
Casi sin tiempo para pensarlo, le contesto que prefiero nacer en la misma ciudad donde he vivido.
-Vale, ya está, eso es todo. Adiós.
Me levanto y voy a la siguiente mesa:
-La pregunta es muy sencilla: ¿Quieres cambiar de sexo?
-No no, soy un hombre -digo casi sin pensar, no sé porqué, siempre he tenido la sensación de haber sido una mujer en otra vida.
-Ahora eres un "alma". Cuando vuelvas a nacer volverás a ser un hombre. Y ahora te vas por esa puerta y ya te dirán…
Todo seguía en penumbra, en blanco y negro, turbio, desenfocado, como con niebla y sueño, yo seguía como medio dormido, como cuando soñaba, en esa conciencia medio despierta, ese "despertar" que ocurría casi siempre que quería acabar un sueño porque me agobiaba.
De pronto abrí la puerta y me cegó un luminoso cielo azul, el sol en la cara, una mañana aterciopelada de verano en un paisaje idílico, con árboles, fuentes y flores, todo en unos colores brillantes y saturados, que contrastaban con la penumbra anterior, la brisa en la piel, y un montón de gente muy agradable y contenta hablando en grupos entre ellos. Entonces me hice consciente de que no estaba solo, desapareciendo la sensación de soledad que había tenido toda mi vida: me estaban acompañando todas las almas de la humanidad.
No podría precisar cuánto tiempo pasé en ese ámbito que me rodeaba, no era sólo la vista, todos mis sentidos lo vivían de una forma tan pronunciada, una visión panorámica y como de rayos x, incluso descubrí "otros sentidos" que se habían sumado, sensaciones nuevas, o al menos diferentes, como ese momento que me había ocurrido desde niño todos los años de mi vida cuando llega el otoño, -como un escalofrío que dura apenas un segundo-, pero que es distinto al resto del año.
Y así, empezaron a pasar los minutos, las horas, los días y los meses y yo cada día iba olvidándome poco a poco de mí mismo y de mi vida anterior, porque ésta, era sin duda otra vida… de otra persona. Yo mismo era consciente de que estaba dejando de ser yo, un hombre que había muerto a los cincuenta y cuatro años, para convertirme en otro ser mucho más jovencito…, hasta el punto de que… estaba sentado en el césped de un parque cuando mi madre me cogía en brazos y me sentaba en mi cochecito, y yo la miraba agradecido de tener tanta seguridad a su lado sabiendo que me cuidaría pasara lo que pasara. Y había una serenidad en mi vida de bebé de pocos meses, y una absoluta falta de preocupaciones y ansiedades adultas…
Así que no sé cómo ocurrió, pero pasó el tiempo y yo estaba en el colegio en mitad de una clase de historia con once años y de pronto, como si me hubieran dado un susto o un golpe, me acordé de mí mismo y de mi mujer y de mis dos hijos,  veintidos años mi hija y dieciseis mi hijo. ¿Cómo era posible? Pero si yo era un crío. ¡Qué pensamiento tan extraño pero tan familiar!
Y quedó en mí una reminiscencia de ese recuerdo de mi vida anterior, una extraña y sinérgica sensación, que no se puede explicar, como por qué el lunes es gris y el viernes azul, o por qué la nota musical "re" es amarilla, que siguió retroalimentándose más del recuerdo de los once años que del mismo, como cuando creamos inconscientes un recuerdo que obviamente no existe de una fotografía antigua, y con el tiempo, ya no es solo una imagen sino algo vivido realmente.
Pasó el tiempo y un día con treinta años, volví a tener presente de golpe mi vida pasada al ver a una mujer por la calle que me resultó tan definitivamente conocida, a pesar de que no la había visto en mi vida, que decidí que debíamos de ser familia.
Fue tal la impresión que me dio ver a esta mujer que me desperté del sueño de golpe.
Este sueño lo tuve a las ocho de la mañana del lunes dieciseis de Diciembre del año dos mil trece. Me llamo Eduardo, tengo sesenta años, una hija de veontiocho años y un hijo de veintidos.

YA

Estoy en la puerta de lo que parece ser un aula escolar, y de hecho lo es. Es amplia y está pintada en un tono salmón pálido. A un lado hay cinco ventanas amplias, pero están con las persianas echadas de manera que prácticamente la estancia está casi en penumbra, pues tampoco hay ninguna luz eléctrica encendida. Entre los pupitres hay sentadas unas treinta personas de entre treinta y sesenta años. Les pido que guarden los móviles y que se pongan todo lo cómodas que puedan. A pesar de estar en un colegio no se oye absolutamente nada. Ahora les digo que cierren los ojos y que piensen en un lugar, una compañía, una música, o un olor agradable.
Me pongo delante de ellos en el centro, me concentro, cierro mi mano derecha  colocando el puño en mi frente y cerrando los ojos, digo en voz alta:
-¡Ya!... -mientras noto una pequeña vibración interna en la cara en el momento de decirlo y les envío mentalmente como una onda sonora que inunda las paredes, el techo y el suelo del aula.
Acabo de darles una conferencia de más de dos horas, hablándoles de fotografía (soy fotógrafo) en menos de un segundo de la que jamás olvidarán ni una sola palabra. Y no me ha costado el menor esfuerzo, ya que lo he hecho muchas veces, pues doy clases.
La gente empieza a desperezarse como si despertaran de una buena siesta y al poco alguien comienza a aplaudir por la charla, mirando el reloj y los móviles. Acaban por aplaudirme todos.
Un señor me pregunta atónito cómo es posible que tras dos horas y pico, y de haber escrito treinta páginas de notas en su cuaderno, el reloj sigue marcando la misma hora que cuando se sentó.
Me felicitan por todos los datos que les he proporcionado -en menos de un segundo-  y van saliendo del aula encantados hablando y compartiendo notas entre ellos.
Es extraño, pero tengo la capacidad de manipular la mente de la gente y concentrar o detener el tiempo.
Me despierto.

EL SANADOR

Estoy sentado en un recinto al aire libre, en una especie de escenario cubierto. Delante de mí, miles de personas se agolpan en una fila interminable, formando una “ese” que se va de lado a lado del recinto hasta el final.
A mis pies hay una especie de cojín grande para que la gente se arrodille ante mí.
Al parecer tengo la capacidad de sanar y de que las enfermedades físicas o mentales desparezcan de la gente simplemente tocándoles, unas veces la frente, otras las mejillas.
Por detrás del escenario aparece un sacerdote o monje budista, o algo así y me dice que ya puedo empezar. Así lo hago.
Y empieza a desfilar la gente ante mí. La primera es una mujer de mediana edad con aspecto sombrío y enfermizo. Se arrodilla y doy un toque en la frente  que queda a la altura de mis manos. Automáticamente le cambia la cara. Ahora está resplandeciente y con una sonrisa impresionante. Dice:
-Gracias Señor.
El siguiente, lo mismo. A un lado hay dos asistentes que invitan a moverse del sitio frente a mí, para ir más rápido. Se arrodillan, los toco, apenas un golpecito con la punta de los dedos, se levantan y se van contentos y conscientes de su mejoría, Me cuesta más tiempo curar a algunos y entonces utilizo ambas manos que coloco en sus mejillas. Es muy gratificante, primero porque sano a todo el mundo sin importar lo que tengan y segundo, cuanto más desarrollo este poder, por decirlo de alguna forma, mejor me encuentro yo.
He calculado unas quinientas personas al día las que han quedado libres de enfermedades simplemente rozándoles levemente su frente o sus mejillas. Así paso varios meses.
Me despierto y por supuesto recuerdo el sueño. Nunca había tenido una sensación de paz y felicidad como en aquél momento.



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