EDUARDO BAYONA ESTRADERA

En portada, algunas de las cámaras y objetivos que empleo. Todas las fotografías, imágenes y textos publicados en este blog han sido disparadas, diseñadas y escritos por Eduardo Bayona Estradera.






miércoles, 1 de septiembre de 2010

LA ULTIMA TARDE

LA ULTIMA TARDE
-No puedo más -dijo ella jadeando y desplomándose en la tierra arcillosa.
Sentada en el fondo seco de un pantano que cada día se hacía más pequeño, se apretaba el estómago con ambas manos intentando vomitar, cosa del todo imposible pues hacía meses que no hacía una comida decente. Se le juntaba el dolor de puro hambre con algo que le había sentado mal. Intentaba llorar pero ya no tenía ni lágrimas, solo gemía a cada respiración extenuada por las arcadas y meses de cansancio huyendo siempre de las calamidades que le procuraba la vida de un año a esta parte.
-Ya verás como dentro de un rato estás mejor -le tranquilizó él mientras le acariciaba el pelo apoyando la cabeza de ella en su pecho.
No soportaba verla así. Una vez más se mordió los labios en un ataque de rabia e impotencia. Intentaba consolarla cogiéndola por el hombro. Realmente estaba fastidiada. ¿Cuántos meses llevaban así? Se miró a sí mismo. Sus manos, sus piernas, los pantalones acartonados de sucios, las botas agujereadas... ¡Dios! La miró de reojo. Parecía un animal salvaje con un jirón de tela por vestido aunque conservaba intacto todo su atractivo físico. Ella, que había hecho de la elegancia y el glamour una forma de vida, siempre perfectamente vestida, arreglada, peinada, perfumada y ahora... siguió con el otro ojo escrutando el horizonte. Ya se había convertido en una costumbre. Había que estar alerta, el peligro acechaba en todas partes, animales rabiosos o, peor aún, personas hambrientas. El planeta, otrora bondadoso con el ser humano, le había procurado un paraíso donde vivir, crecer y alimentarse, pero algo había cambiado en sus planes, empezaron las sequías, las inundaciones, luego la tierra se volvió estéril, las cosechas maltrechas no llegaban ni a la milésima parte de lo que habían sido siempre, después vinieron las erupciones volcánicas, el cielo siempre gris y las catástrofes, maremotos, terremotos y para terminar, aparecieron las tormentas solares que acabaron con todo el soporte tecnológico al que el hombre tan bien se había acostumbrado. A la mierda la electricidad, internet, el transporte, la radio, los aviones, los trenes, la televisión... todo a la mismísima. Los gobiernos se vieron desbordados, al principio el ejército tomó el mando pero duró dos días. La población estaba henchida de rabia por lo que estaba ocurriendo, mientras los poderosos hacían acopio de todo lo que podían y más, abandonando totalmente a la población que se volvió completamente loca. Había que comer... a cualquier precio. Los saqueos, robos, incendios y asesinatos se convirtieron en el pan de cada día. Todo el mundo iba armado con lo que fuera. La gente huyó de las ciudades, en los barrios se formaron bandas organizadas que no respetaban nada. Imposible andar por las calles, el canibalismo era la única salida. En menos de un año las comunicaciones desaparecieron. Nadie estaba informado de nada. Era como estar otra vez en el siglo XV. Y lo peor era la comida. Todo estaba envenenado o era tóxico. Era como si el planeta estuviera harto y estuviera despachando al hombre. De alguna manera estaba convencido de que en el fondo era eso, la raza humana había tratado tan mal a su anfitrión que al final éste había optado por echarlo de casa. Y lo estaba consiguiendo. Las enfermedades infecciosas estaban acabando con la humanidad y con todos los seres vivos que le rodeaban, animales y plantas.
Se había quedado dormida en su regazo. ¡Dios! Recordó lo bien que habían estado siempre juntos. No les había faltado nunca de nada, habían estado viviendo como reyes. Y ¿sus amigos? ¿Qué habría sido de ellos? Tampoco sabía nada de sus padres ni de sus tres hermanos. Cada uno había tirado por un sitio.
Se estaba haciendo de noche y estaban delante de un pantano. Tenía tanto hambre que sería capaz de comer cualquier cosa. El instinto de supervivencia le ponía los nervios de punta, el hambre le irritaba. Se movió lentamente hasta dejar a su mujer tumbada. Le puso la mochila a modo de almohada y se acercó en dirección al crepúsculo y a unos olivos raquíticos que había cerca. Aún quedaban algunos frutos pequeños pero todavía carnosos. Probó una oliva. Estaba un poco amarga. Bueno, realmente estaba muy amarga, pero era comestible. La masticó un poco temeroso de su toxicidad y al rato la escupió. Por si acaso, empezó a recolectar olivas metiéndoselas en los bolsillos de la chaqueta, probablemente no hubiera nada más comestible en varios kilómetros a la redonda. Había tanto silencio que daba miedo. No se oía nada. Ni grillos ni pájaros, hacía tiempo que habían desaparecido. Solo había visto cerca del río una nube de mosquitos gigantes que realmente le había preocupado, pero gracias a los dioses ya no había habido otro encuentro. Lo que sí se oía de vez en cuando era algún buitre acechando en las alturas, que como buen carroñero había subsistido a la hambruna.
Volvió a tener esa sensación, era como un dèja-vu, como cuando llegaba el otoño, una tarde cualquiera de octubre notaba que el color de la luz era distinto, un olor diferente en el aire, era una percepción de ningún sentido en especial y de todos a la vez. El otoño ya estaba aquí. Volvía a presentirlo: se estaba acercando el final. Iban a morir muy pronto. Cada vez la llamada era más fuerte y más nítida. Al principio se le ponía el pulso en las sienes, pero lejos de ser un estado de ansiedad o de pánico, casi era un desahogo, en definitiva, suponía la salvación. Esa idea le tranquilizaba, pronto se acabaría todo ese sufrimiento. No esperaba nada "del otro lado de la vida", sólo un fundido a negro, como en el cine, pero casi lo estaba deseando, total no iba a enterarse. No estaba seguro de considerarse un privilegiado por saber el momento en el que iba a morir, pero por otra parte, así se hacía a la idea. Solo lo sentía por ella. Había llegado a un estado de "apatía por impotencia para seguir vivo". Sonaba a diagnóstico médico. No es que quisiera tirar la toalla, es que presentía que iba a pasar. Ese era su último atardecer, la última vez que vería el sol y la vida, o lo que quedaba de ella...
-Tú también lo presientes ¿verdad? -dijo ella cogiéndole la mano.
-¿El qué?
-Que esto se acaba ya.
-¿Qué quieres decir? -dijo él haciéndose el despistado.
-Vamos... se te nota en la cara.
-No te entiendo.
-¿Tu también presientes que vamos a morir hoy, verdad?
-...Verdad. -dijo él tras unos interminables segundos de reflexión y un larguísimo suspiro de pura ansiedad.
-Casi lo estoy deseando -dijo ella con los ojos llorosos y un nudo en la garganta. -Vivir así es una agonía. Acabemos con esto, mierda.
El asintió abrazándola con delicadeza.
-Sólo... espero que sea rápido, -se atrevió a decir sorprendido de sí mismo, él que había sido siempre un hombre de muy pocas palabras.
Estaba tan cansado, pensó, que "si apareciera ahora mismo una manada de lobos hambrientos", sería incapaz de moverse, pero tenían que buscar un abrigo, no podían quedarse ahí a la intemperie con ese viento que empezaba a barrerlo todo.
El sol, que hacía ya un año y gracias a las explosiones volcánicas que se habían sucedido por todo el mundo una tras otra como una traca final, lucía triste como una bombilla de quince vatios, comenzaba a ocultarse definitivamente tras una escarpada montaña que se cernía sobre ellos. El vendaval ya era insoportable. Recordó que por ahí cerca había un abrigo.
-¿Vamos? Hay una pequeña cueva ahí delante a la izquierda.

 * Continuará



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